476. Licores y recuerdos.
Narra Dulce.
—¿Puedo tomar otra? —pregunto, con la copa sostenida a la altura del pecho, girándola apenas para que el líquido se mueva en espirales lentas. Mis ojos brillan, y no por el alcohol. Brillan por todo esto. Por la risa que todavía me vibra en la garganta. Por el lujo de tener a alguien escuchándome sin prisa, sin interrumpir. Por esta rara sensación de estar, por fin, en un lugar sin cuchillos escondidos detrás de cada puerta.
Tomás no vacila. Ni un segundo. Toma la botella con esa calma suya que nunca parece impostada, y me llena la copa. El vino cae en un hilo constante, golpeando el cristal con un sonido profundo que parece alargar el momento.
—Podés tomar todas las que quieras —responde con esa voz que nunca sube el tono, que no necesita imponerse; se desliza, tibia y perfumada, como un aroma que se queda en la piel.
El vino es dulce, oscuro, casi negro bajo esta luz. Lo levanto para mirarlo contra el resplandor tenue de la lámpara, y noto que la densidad del líquido es