378. Lo que queda cuando se rompe el espejo.
Narra Lorena.
La mano de Dulce es tibia. Pequeña. Firme. Como si en esos dedos delgados se escondiera una voluntad más vieja que su cuerpo, más sabia que su edad. Caminamos juntas por el pasillo sin hablar, como si el mundo que dejamos atrás —esa sala blanca, ese hombre tirado en el suelo, esa promesa de muerte disfrazada de escape— fuera parte de un sueño viscoso del que ya no se puede despertar del todo.
No me dice mamá. Ni lo espero.
Me aprieta los dedos, eso sí. Y en ese gesto hay algo parecido al perdón, o a una tregua.
Cruzar esas puertas de vidrio —rotas, abiertas como una mandíbula vencida— es entrar a un mundo nuevo, pero no libre. El aire huele a metal caliente, a electricidad sucia, a teatro abandonado. Siento mi corazón latiendo en las sienes, los ojos todavía húmedos, las piernas temblorosas, no de miedo, sino de todo lo que acabo de decidir.
No miro hacia atrás. No me atrevo. Si lo hago, si me dejo caer en esa imagen de él, sangrando, tirado, mirándome como si en mi mano