El museo había sido transformado en un santuario de filantropía y vanidad. Cúpulas bañadas de luz cálida, mármoles pulidos como lagos, vitrinas con obras cedidas por coleccionistas que creían redimirse con un catálogo. Los anfitriones lo llamaban “gala benéfica”, pero la ciudad sabía que era algo más: un censo de poder en traje de etiqueta.
Aelin llegó sin prisa. Vestido negro de líneas sobrias, espalda limpia, el cabello recogido en una trenza que no buscaba otras miradas que la de Darian. No llevaba joyas, salvo un pequeño broche con forma de ala, discretísimo, prendido al forro del abrigo. Sasha avanzó medio paso por delante, escaneando rostros, salidas, movimientos laterales. No había alfombra para ella; había terreno.
Cuando Aelin cruzó el vestíbulo, los murmullos cambiaron de tono, como si alguien hubiese bajado el volumen a la orquesta por un instante. No se detuvo a posar; saludó con inclinaciones mínimas, palabras suaves que evitaban el exceso. Los dueños de periódicos, los