El Gran Salón Imperial de Viena estaba repleto.
 Cientos de invitados, diplomáticos y periodistas se habían reunido para la ceremonia más esperada de la temporada: el Reconocimiento a la Herencia Cultural Europea.
 Los candelabros centelleaban sobre las paredes doradas, los pisos de mármol reflejaban las luces, y un murmullo constante recorría el lugar como una marea contenida.
 Aelin entró tomada del brazo de Darian.
 Vestía un vestido largo color blanco perla, sencillo pero majestuoso, con un broche plateado en forma de luna sobre el pecho.
 Su cabello estaba recogido en un moño bajo y sus pasos eran firmes, casi solemnes.
 Cada mirada la seguía, algunos con curiosidad, otros con respeto, y unos cuantos —los Delacroix entre ellos— con rencor mal disimulado.
 Sasha caminaba detrás de ellos, observando con atención cada rostro.
 Todo estaba calculado en protocolo, pero lo que iba a ocurrir esa noche no formaba parte del programa.
 En una de las mesas principales, los Condes de Liria D