La mañana en Viena se levantó fría y silenciosa. La neblina cubría las calles como un velo gris, y el sonido distante de las campanas de la catedral resonaba en el aire húmedo.
 En la suite del hotel, Aelin estaba despierta desde el amanecer. No había dormido más que unas horas, con la carta de su madre aún sobre la mesa, junto a una taza de té ya frío.
 Releyó las líneas una vez más, deteniéndose en aquella frase que la perseguía desde la noche anterior:
 “No busques venganza, hija mía. Busca justicia.”
 La caligrafía era suave, elegante, cargada de melancolía.
 Aelin deslizó los dedos sobre las palabras como si quisiera sentir la voz de su madre. Por primera vez en mucho tiempo, una lágrima silenciosa recorrió su mejilla.
 —¿Qué te preocupa? —preguntó Darian al entrar, con el cabello aún húmedo por la ducha.
 —No es preocupación —respondió ella, limpiándose la lágrima—. Es promesa.
 Él la observó en silencio unos segundos, antes de acercarse y besarle la frente.
 —Hoy tenemos una re