El amanecer llegó despacio, como si no quisiera interrumpir.
 En la calle Fresno, la pequeña fachada blanca de la Fundación Lunaria tenía las ventanas abiertas. Por dentro se escuchaban risas, pasos menudos, el roce de hojas de papel. El olor a pan y vainilla flotaba en el aire, mezclado con el polvo reciente de los libros nuevos.
 Aelin estaba de pie frente al ventanal, con una taza de café entre las manos. Afuera, los primeros niños del barrio corrían hacia la puerta, cargando mochilas gastadas y sonrisas limpias.
 El cartel de madera tallado por Silvio colgaba sobre la entrada:
 LUNARIA
 “Porque la luz también vive de noche.”
 Sasha revisaba los últimos detalles en la cocina: galletas, leche tibia, fruta cortada.
 Darian organizaba una pila de cuadernos y lápices en la mesa principal.
 Todo parecía sencillo, casi doméstico. Pero detrás de cada movimiento había años de batallas silenciosas, heridas curadas y decisiones que la habían llevado justo allí.
 —Hoy llegan los del periódico