La mansión Valtierra amaneció cubierta de un silencio extraño. Ni siquiera los criados se atrevían a cruzar las habitaciones con normalidad: todos sabían que después del escándalo del hospital, Celeste estaba más impredecible que nunca.
En el comedor, Amanda bebía café con las manos temblorosas. Esteban hojeaba el periódico, pero sus ojos no lograban enfocarse. Las noticias no eran buenas: Aelin había salido victoriosa otra vez. Los informes del hospital estaban en cada medio, las auditorías eran claras, y la prensa, que al principio había dado voz a Celeste, ahora la ridiculizaba.
Amanda apretó los dientes al leer los titulares, pero Celeste no apareció.
La encontraron más tarde en su habitación, con el cabello desordenado y los ojos rojos de no haber dormido. El teléfono estaba lleno de mensajes sin responder; había leído cada comentario, cada burla. Su pecho ardía de humillación.
—Todos creen que soy una niña berrinchuda —murmuró frente al espejo, con voz quebrada—. Pero yo no