Los días siguientes fueron horribles.
Alessandro me había dicho que tuviera paciencia con Isabella, que era solo una etapa. Pero esa mocosa me hacía la vida imposible y ya no sabía qué hacer. No importaba cómo lo intentara, siempre terminaba odiándome más. Y lo peor era que empezaba a entender por qué. Yo había llegado a cambiar todo lo que conocía, a dividir la atención del único padre que tenía.
Una mañana decidí hacerle panqueques. Sabía que le gustaban porque los había visto desayunar con Massimo los fines de semana, riéndose mientras él le contaba historias. Me levanté temprano, hice la masa como sabía, les puse miel. Cuando Isabella bajó y los vio, puso cara de asco. Genial
—Buenos días, Isabella.
Ni me miró. Fue directo al refrigerador.
—Te hice panqueques.
—No quiero.
—Pero te gustan...
—No me gustan cuando los haces tú.
Alessandro soltó una risa. Los panqueques se quedaron ahí, enfriándose. Me dieron ganas de llorar. ¿Desde cuándo me importaba tanto lo que pensara una niña de