El frío hizo que todo el cuerpo de Ezra temblara. Recordó el rostro de su adorada madre, su voz dulce y sus abrazos amorosos. No quiso imaginar sus ojos llenos de lágrimas al encontrar el cuerpo de su hijo, su cuerpo, inerte sobre el pasto.
Pensó en su padre; de seguro también gritaría y se lamentaría por él.
Entonces su mente lo llevó a Noahlím… y aunque una voz le gritó que a ella no le importaría tanto, otra —más baja pero insistente— le aseguró que, por supuesto, sería doloroso para ella. Que lamentaría todo. Que sufriría. Porque sus sentimientos hacia él eran sinceros.
«No quiero morir. No ahora. No así», se dijo. Y de un momento a otro, el frío se transformó en un intenso calor que emergió desde sus entrañas.
Sus ojos se abrieron de golpe. No había túnica cubriéndole el cuerpo. Giró la cabeza y se encontró con el consejero Cassian, algunos guerreros del Este, y en una esquina, su padre, seguido por los sanadores de su tierra.
—Hijo —susurró el líder de los sanadores.
Ezra, por i