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Capítulo 3 Territorio Neutral

El viaje en el Range Rover negro fue tenso y silencioso. Charlotte mantuvo la mirada fija en el paisaje que se transformaba de la bulliciosa Nueva York a la serenidad costera de Massachusetts. Sophie dormía plácidamente en su silla trasera, ajena a la tormenta de emociones que nublaba el ambiente.

Adriano, por su parte, parecía completamente en su elemento. Conducía con una confianza relajada, hablando ocasionalmente por el manos libres, con su hermano Enzo para dar instrucciones sobre la empresa. Cada vez que lo hacía, su voz adoptaba un tono de autoridad que hacía que Charlotte se estremeciera. Era un recordatorio de quién era él: un hombre acostumbrado al control.

—Casi llegamos —anunció él, rompiendo el silencio prolongado mientras tomaban un camino de grava flanqueado por robles altos.

Charlotte contuvo la respiración cuando la casa apareció entre la arboleda. No era una casa; era una obra de arquitectura moderna de cristal y madera, anclada en un acantilado con vistas infinitas al océano Atlántico. Era imponente, elegante y terriblemente intimidante.

—¿Es toda esta...? —empezó a preguntar, sin poder ocultar su asombro.

—Sí. Toda —confirmó Adriano, apagando el motor. Su tono era práctico, como si alquilar mansiones en lugares exclusivos fuera lo más normal del mundo—. Thomas, el dueño, tiene buen gusto.

Bajó del coche y comenzó a descargar el equipaje con una eficiencia que delataba su costumbre de tomar el mando. Charlotte, con Sophie ahora despierta en el portabebés, solo podía mirar. La brisa salada le acarició el rostro y el rugido constante de las olas era un recordatorio de lo lejos que estaban de su realidad en Brooklyn.

—Vamos, te mostraré el interior —dijo él, cargando con varias maletas como si pesaran plumas.

El interior era aún más espectacular. Amplio, luminoso, con techos altísimos y unos ventanales que enmarcaban el océano como un cuadro vivo. Los muebles eran de diseño, minimalistas y costosos. Todo gritaba "lujo" y "distancia".

—Tu habitación es esa —señaló Adriano hacia una puerta al final de un pasillo—. Tiene cuarto de baño propio y una cuna para Sophie. Yo estaré en la suite de arriba. Tiene entrada independiente.

Charlotte asintió, agradecida por la separación física. Necesitaba un espacio que fuera solo suyo y de su hija, un refugio.

—Es... increíble —admitió, incapaz de disimular su asombro.

—A Sophie le gustará —comentó él, dejando las malas en el suelo—. He pedido que llenaran la despensa. ¿Tienes hambre?

—No, gracias. Solo... necesito acomodar a Sophie.

La tarde transcurrió con una calma cargada. Charlotte desempacó, siempre con un oído alerta a los movimientos de Adriano. Él, tras una llamada de trabajo que duró casi una hora, se instaló en el salón con su portátil. Era surrealista. Estaban en uno de los lugares más hermosos del mundo, atrapados en una situación única, y él trabajaba como si estuviera en su oficina de Manhattan.

Al caer la noche, después de haber acostado a Sophie, Charlotte salió a la terraza. El cielo estaba salpicado de estrellas, y la luna pintaba una senda plateada sobre el mar negro. Se apoyó en la barandilla de madera, dejando que el sonido del océano la calmara. Por un momento, olvidó la tensión y se dejó llevar por la abrumadora belleza del lugar.

—No podías dormir —la voz de Adriano, justo detrás de ella, la hizo sobresaltar.

Se volvió. Él llevaba unos jeans y una camiseta oscura que se pegaba a su torso. En la penumbra, parecía más relajado, pero no menos intenso.

—Es mucho paisaje para asimilar de una vez —respondió ella, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Te acostumbrarás —aseguró él, apoyándose a su lado. Su cercanía era un campo de fuerza que ella podía sentir—. He estado pensando en las normas.

—¿Normas? —preguntó Charlotte, poniéndose inmediatamente a la defensiva.

—Para este mes. Para que esto funcione y no terminemos estrangulándonos el uno al otro.

Ella frunció el ceño.

 —Yo también tengo algunas.

—Vamos a escucharlas. Tú primero. — Tomó aire, preparándose para una negociación.

—Primera: no tomas decisiones sobre Sophie sin consultármelo. Segunda: respetas nuestros horarios, especialmente la siesta y la hora de dormir. Tercera: este no es un campo de batalla legal. No uses en mi contra nada de lo que veas o hagamos aquí.

Adriano asintió, serio.

—Aceptable. A cambio, estas son las mías: Primera, me permitirás intentar ser un padre para ella sin ponerme trabas constantemente. Quiero poder darle un biberón, cambiarle un pañal, mecerla para que se duerma, sin que me mires como si estuviera armando una bomba. Segunda, seremos honestos el uno con el otro. Si algo te molesta, lo dices. No guardes rencor en silencio. —Hizo una pausa, y su mirada se volvió profunda—. Y tercera... intentaremos no juzgarnos por el pasado. Partimos de cero, aquí y ahora. Solo una madre, un padre y su hija.

Era una propuesta razonable. Demasiado razonable. Charlotte lo miró, buscando algún indicio de duplicidad en sus ojos oscuros, pero solo encontró una determinación serena. Asintió con cautela.

—De acuerdo.

—Bien —él esbozó una media sonrisa—. Entonces, ¿qué te parece si mañana, para romper el hielo, preparamos el desayuno juntos?

La simple normalidad de la propuesta la desconcertó.

—¿Cocinar?

—Sí, cocinar. Es lo único que sé hacer bien, aparte de dirigir una empresa —bromeó, y por primera vez, Charlotte vio un atisbo de humor genuino en él.

A regañadientes, una sonrisa asomó a sus labios.

—Suena bien.

—Perfecto. Entonces, hasta mañana, Charlotte —dijo él, y su voz suave cargó su nombre de una intimidad que no había existido hasta entonces.

Él se volvió y volvió a entrar en la casa, dejándola sola con el mar y sus pensamientos revoltosos. "Partir de cero", había dicho. Era una idea tentadora. Pero Charlotte sabía que los errores del pasado, tanto el de la clínica como los suyos propios, eran fantasmas demasiado pesados para dejarlos en la puerta de una casa tan bonita.

Aun así, mientras regresaba a su habitación y comprobaba que Sophie dormía plácidamente, aquella pequeña chispa de esperanza se avivó un poco más. Quizá, solo quizá, este mes no sería el infierno que había anticipado. Pero se prometió a sí misma, mientras se acomodaba en la cama desconocida, que no bajaría la guardia. Adriano Rinaldi era el enemigo. Y en una guerra, incluso en una tregua, uno nunca debía olvidar quién era el adversario.

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