El mundo se redujo a una burbuja de luz blanca y sonidos amortiguados. Charlotte flotaba en un mar de agotamiento y éxtasis, el eco de los dos llantos aún resonando en sus oídos como la música más hermosa. Un peso inmenso, literal y figurativo, había sido liberado de su cuerpo, dejando atrás un vacío doloroso pero triunfal.
—Charlotte —la voz de Adriano, ronca y cargada de una emoción que traspasaba la niebla de su cansancio, la llamó suavemente—. *Amore mio*, míralos. — Ella abrió los ojos con esfuerzo. Adriano estaba a su lado, sus propias mejillas brillantes por el rastro de lágrimas, pero con una sonrisa que iluminaba la estancia. En sus brazos, cuidadosamente envueltos en mantas de franela con gorritos diminutos, sostenía a dos pequeños bultos. Con una ternura que le partió el corazón, Adriano se inclinó y colocó a uno de ellos en el hueco de su brazo. —Este es tu hijo tesorina —susurró, su voz un hilo de sonido reverente. Charlotte miró al recién nacido. Tenía el rostro enrojeci