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Capítulo 4 Desayuno y Confesiones

El sol de la mañana filtrándose por las persianas despertó a Charlotte de un sueño profundo y extrañamente reparador. Se estiró en la cama, disfrutando del lujo de no oír el despertador. Hacía años que no dormía así desde que nació Sophie.

Un momento... ¡Sophie!

Se sentó de golpe, el corazón latiéndole con fuerza. La cuna estaba vacía.

—¿Sophie? —llamó, con un hilo de voz, el pánico apoderándose de ella al instante.

Saltó de la cama y salió corriendo del dormitorio, deteniéndose en seco en la entrada de la cocina. La escena que se desarrollaba ante sus ojos era tan surrealista que le costó procesarla.

Adriano estaba de pie frente a la isla de la cocina, con Sophie apoyada en su cadera. La niña, despierta y contenta, mordisqueaba un sonajero mientras Adriano, con su otra mano, vertía masa para tortitas en una sartén caliente. Llevaba unos pantalones de pijama a cuadros y una camiseta blanca que dejaba al descubierto sus musculosos brazos. Iba descalzo y tenía el pelo revuelto. Parecía... doméstico.

—Buenos días, ¿tienes hambre? —preguntó él, como si fuera lo más normal del mundo encontrarle a cargo de su hija a las siete de la mañana.

—¿Qué... qué haces? —logró articular Charlotte, acercándose.

—Disfrutando de nuestra primera mañana —respondió él, dándole la vuelta a una tortita con destreza—. Nos hemos tomado un café y un biberón contemplando a las gaviotas desde la terraza y después hemos decidido preparar el desayuno.

La alegría inicial de encontrar a Sophie a salvo se mezcló con una punzada de irritación. Se acercó y tomó a la niña en brazos, apretándola contra su pecho.

—Por favor, no vuelvas a hacer eso.

—¿Te refieres a lo de levantarla y ocuparme de ella como le corresponde hacer a un padre? —preguntó Adriano, y aunque su tono era calmado, había un desafío en sus ojos.

—El objetivo de este viaje era que yo pudiera sentirme cómoda con tu relación con Sophie. Han pasado menos de veinticuatro horas y puedo asegurarte que todavía no lo estoy.

—Lo siento —dijo él, y esta vez pareció sincero—. Me levanto pronto, así que he ido a buscarla para que pudieras dormir. Si te hubiera despertado para pedirte permiso, no habría servido de nada. ¿Te apetece un café? Lo he hecho para ti.

Charlotte miró a Sophie. Estaba limpia, alimentada y feliz. Incluso llevaba un body nuevo. Había subestimado por completo su capacidad. Respiró hondo, intentando calmar el latido de su corazón.

—Sí, gracias —aceptó, con voz más queda.

Desayunaron juntos en la isla de la cocina. Adriano había preparado suficientes tortitas, beicon y tostadas para alimentar a un pequeño ejército

—No sé cocinar para dos —se disculpó, sirviéndole una montaña de comida—. O cocino para mi familia entera o no cocino.

—¿Y cómo es tu familia? —preguntó Charlotte, aprovisionándose del huevo—. Dijiste que eras el mayor de seis. —Una sonrisa cálida iluminó el rostro de Adriano.

—Un caos maravilloso. Mis hermanos y yo somos un terremoto, y mis padres la única fuerza capaz de mantenernos a raya. Cuando nos juntamos todos, con esposas, novias y niños, somos casi cincuenta. La comida, el ruido, las discusiones... es abrumador y perfecto.

Charlotte no podía ni imaginarlo.

—¿Y tú cuidabas de tus hermanos?

—¿Te ha sorprendido mi capacidad para hacerme cargo de un bebé? —preguntó él, con una ceja arqueada.

Ella se sonrojó.

 —Sí, y me da vergüenza admitirlo.

—Además de mis hermanos, tengo docenas de sobrinos. He cambiado pañales, calmado berrinches y cantado canciones de cuna más veces de las que puedo contar. Sophie está en buenas manos, te lo aseguro.

—¿Por qué no me contaste todo eso en el despacho del abogado?

—Habías llegado a conclusiones erróneas sobre mí —dijo él, encogiéndose de hombros—. Y no quise sacarte de tu error. Ahora que estamos aquí, podemos llegar a conocernos tal y como somos y no como otros nos perciben.

La conversación fluyó con una facilidad inesperada. Charlaron sobre sus trabajos, sobre la comida, sobre lo mucho que Sophie se parecía a él. Y entonces, casi sin querer, Charlotte le habló de Noah. De su deseo de tener un hijo, de cómo el sexo se había vuelto mecánico, de la distancia que se había abierto entre ellos. Y finalmente, de la llamada de la policía y la devastadora verdad: su marido había muerto con su amante.

—Es difícil perder a alguien a quien amas y con quien, al mismo tiempo, estás enfadada —confesó, mirando sus manos—. Su familia no supo cómo tratarme después de eso. Y cuando les conté el error de la clínica... al parecer, Sophie y yo somos prescindibles ahora que no somos parientes de sangre.

Alzó la mirada y encontró los ojos de Adriano fijos en ella. No había lástima en su expresión, sino una comprensión profunda y serena.

—Eso significa que estáis solas, Sophie y tú —dijo, suavemente.

Charlotte asintió, una bola de emoción atorada en su garganta.

 —Sí. Ella es todo lo que tengo.

—Algún día espero volver a casarme y tener otro hijo —añadió, casi para sí misma—. Pero, aunque eso no llegue a ocurrir, me alegro de tenerla a ella.

Adriano no dijo nada durante un largo rato. Simplemente la miró, y en sus ojos oscuros Charlotte creyó ver el reflejo de su propia soledad.

—Haré todo lo que sea necesario para asegurarme de que esté a salvo y feliz, Adriano. ¿Me culpas por ello?

Él desvió la mirada hacia Sophie, que jugueteaba con sus cereales, y su expresión se suavizó de una manera que le quitó el aire a Charlotte.

—Nunca —susurró—. Eres una madre increíble, Charlotte. Y Sophie es afortunada de tenerte.

En ese momento, bajo la luz dorada de la mañana en una cocina de Martha's Vineyard, la última de las defensas de Charlotte se resquebrajó. No sabía qué les depararía el futuro, pero por primera vez, no veía a Adriano Rinaldi como su enemigo. Lo veía como un hombre. Y eso era mucho más peligroso.

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