La primavera estalló en toda su gloria sobre Nueva York. Los cerezos en flor del jardín botánico eran una nube rosada, y el aire cálido llevaba la promesa de nuevos comienzos. Para Charlotte, acercándose a la semana treinta y seis de su embarazo gemelar, cada día era un equilibrio entre la incomodidad extrema y una felicidad serena que parecía impregnarlo todo.
Adriano se había convertido en una presencia constante y tranquilizadora. Ya no era el visitante puntual, ni siquiera el cuidador en espera, Era el aire que respiraba, la mano firme que la ayudaba a levantarse del sofá, la voz calmada que le leía por las noches cuando el insomnio se apoderaba de ella. Su amor, declarado en la intimidad de la noche, ya no se pronunciaba con palabras a cada momento, sino que se demostraba en cada acción silenciosa.
Una tarde de sábado, soleada y tranquila, estaban en el parque. Sophie, ahora una curiosa, niña pequeña daba pasos tambaleantes entre sus piernas, agarrada a sus dedos. Charlotte obser