El sol de media mañana en Martha's Vineyard doraba la arena y hacía brillar el mar como un campo de diamantes líquidos. Pero la verdadera joya de la playa privada era Charlotte, de pie bajo una glorieta adornada con tules blancos y gavillas de trigo, bajo el vigilante y cariñoso cuidado del doctor Rossi, su obstetra, y una comadrona que no se separaba de su lado. A sus treinta y ocho semanas de un embarazo gemelar, Charlotte era la encarnación de la vida misma. Llevaba un vestido de gasa color marfil, fluido y etéreo, diseñado para acariciar su vientre monumental sin oprimirlo. No ocultaba su estado; lo celebraba. En sus manos, un ramo de lavanda y margaritas, y en su rostro, una felicidad tan radiante que eclipsaba al sol.
Frente a ella, Adriano la miraba como si fuera el primer y último milagro del mundo. Llevaba un traje de lino blanco, informal pero elegante, y en sus ojos oscuros brillaban lágrimas de una emoción tan profunda que hacía temblar sus manos. A su lado, Enzo, su padri