SOFÍA
Me despierto sin abrir realmente los ojos.
La habitación ha cambiado. La temperatura, el aliento. Como si la noche misma se hubiera deslizado entre las sábanas. Reconozco su olor antes incluso de sentir su cuerpo: el agua tibia de la ducha, la sal que se adhiere a su piel, y bajo esta capa frágil, algo más oscuro, más tenaz.
Él se acuesta a mi lado. El colchón se hunde, la sábana se tensa, y mi cuerpo ya sabe que está allí. No me muevo al principio, lo escucho. Su respiración no es regular. Tiene ese ritmo entrecortado del hombre que no ha encontrado descanso en otro lugar.
Sus dedos rozan mi brazo, dudosos. Una caricia de sombra. Pero muy pronto, se hace más pesada, se vuelve insistente, como una súplica que no formula en voz alta. Contengo la respiración. Este contacto no tiene nada de inocente: es una mano que ha golpeado antes de buscar amar. Una mano que regresa del otro lado del mundo.
Debería alejarme, preguntarle qué ha visto, qué ha hecho. Pero no lo hago. Porque en s