SOFÍA
La noche se deshilacha lentamente, como un tejido empapado de calor.
No sé si es el mar o nuestras respiraciones las que hacen temblar los cristales. El mundo afuera podría desmoronarse, no lo oiría. No existe nada más que esta piel contra la mía, este peso familiar que me retiene a la vida.
Elio sigue ahí, acostado junto a mí. Su aliento golpea mi clavícula como una marea vacilante. Siento su piel, tibia y salada, pegarse a la mía. Cada latido de su corazón resuena en mi pecho, como si se hubiera alojado dentro de mí.
Mantengo los ojos abiertos.
Quiero verlo, a él, sin sombras. Quiero retener esta imagen, la de un hombre que finalmente deja de huir.
Sus dedos se deslizan a lo largo de mi costado, apenas. El contacto levanta un escalofrío más ardiente que el fuego. Todo es lento, suspendido. No busca poseer, busca recordar. Como si, al tocarme, intentara convencerse de que aún existe.
— No duermas, murmura.
— No duermo.
Sonrío.
Pero es una sonrisa temblorosa, cargada de