ELIO
La casa duerme cuando llego. Todo está en calma, inmóvil, como si las paredes hubieran contenido la respiración esperando mi regreso. La llave chirría en la cerradura, y ese simple sonido me parece obsceno, demasiado vívido después de la sinfonía fúnebre del almacén.
Entro, dejo mis zapatos en el umbral, y ya el aire cambia. Aquí, ningún olor a sangre, ninguna traza de pólvora: solo el calor discreto de la madera, un perfume de ropa fresca, la respiración lejana de la mujer que me espera sin saber lo que acabo de dejar atrás.
Cruzo el pasillo como un fantasma. Cada paso me arranca de la carcasa metálica del puerto, pero la violencia aún se adhiere a mi piel, incrustada como una segunda carne. El silencio es denso, casi religioso. Las paredes parecen observarme, juzgarme, como si supieran.
La escalera cruje bajo mis pasos. Subo lentamente, una mano aferrada a la barandilla, la otra en el bolsillo, como si temiera que el metal de un arma surgiera nuevamente entre mis dedos.
El baño