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Capítulo 5 — Las Artimañas del Depredador

Sofía

Me mantuve erguida. Inmóvil. Como si el más mínimo movimiento pudiera romper el equilibrio precario que aún me sostenía de pie. 

El mundo parecía encogerse en ese instante suspendido, donde todo tambalea sin caer aún. 

Y Elio… no se movió. Sabía. Esperaba.

Sus palabras resonaban en mi cabeza como un veneno lento. 

Tus padres. Borrados. Amenazados. 

Palabras frías. Precisas. Cortantes como cuchillas bajo la lengua de un hombre que ha aprendido a matar sin ensuciarse.

Pero no era la sorpresa lo que me helaba. 

Era el reconocimiento. 

Él realmente se había atrevido.

Y yo… entendí demasiado tarde.

FLASHBACK : Tres días antes de mi secuestro

Mi madre había llamado en medio de la noche. 

La voz quebrada de una mujer siempre digna, pero esa noche, desgarrada.

— Sofía… tu padre… el banco ha bloqueado todas nuestras cuentas. No podemos retirar nada. Y este mensaje… este mensaje en su teléfono…

Me enderecé en la cama, la respiración entrecortada, el corazón latiendo en la sien.

— ¿Qué mensaje?

Un silencio. Demasiado largo. Demasiado pesado. Luego su voz, temblorosa:

— “Dile a tu hija que se mantenga tranquila.”

Mi sangre se heló. 

No un malentendido. No un error bancario. 

Una advertencia.

Una advertencia que no supe leer a tiempo.

Al día siguiente, hice preguntas a mi padre. Él desestimó mis preocupaciones con un gesto. 

— No te metas, Sofía. 

— No sabes de qué hablas. 

Pero sus ojos decían otra cosa. Un miedo contenido. Un hombre reducido a la impotencia, por primera vez.

Y entendí. 

Me estaban advirtiendo. 

Y me quedé.

Porque a pesar de la amenaza, a pesar de la intuición sorda de que algo peligroso me observaba, quería creer que aún podría mantener el control.

Creí poder contener la tormenta.

Creí…

Regreso al presente.

Él está frente a mí. Demasiado cerca. Demasiado tranquilo. 

Me observa como se observa a un animal salvaje del que se ha aprendido a predecir los sobresaltos. 

Pero me subestima.

Él piensa que tengo miedo. Que voy a flaquear. 

Cree que sus amenazas me harán caer de rodillas.

Pero no sabe nada. 

Ignora que crecí en un hogar donde los secretos se apilaban como deudas no saldadas. Que vi a mi madre bajar la mirada ante hombres en trajes demasiado bien ajustados para ser honestos. 

Que los silencios asesinos y los tratos en la sombra son parte de mi ADN.

Levanto la cabeza. No le dejaré ese placer.

— Lo han calculado todo, ¿verdad? 

Mi voz no tiembla. 

— Hasta sus deudas. El préstamo de la casa. Las garantías. Sabían exactamente dónde golpear.

Él esboza una sonrisa. Sin calidez. Sin alma. 

Solo una mecánica de ego.

— Nunca dejo variables libres.

— ¿Y cree que eso lo hace invencible?

No responde. No hace falta. Su postura es suficiente. 

El rey en su trono, convencido de que nadie puede hacerle tambalear.

Pero aún no entiende lo que me he convertido.

Avanzo un paso. 

— ¿Quieres un juego, Elio? Lo tienes. Pero olvidaste una regla esencial.

Su ceja se levanta, ligero tic de interés. 

Un depredador que aún cree dominar a la presa.

— Cuando empujas a una mujer a sus límites, debes asegurarte de que no le queda nada que perder. Porque en ese momento, se convierte en tu peor error.

Un destello atraviesa sus pupilas. 

Breve destello de alerta. 

Acabo de mover una pieza en el tablero que creía cerrado.

Él retrocede medio paso. Casi imperceptible. Pero lo veo. 

Su espalda se tensa. Su mirada se desliza un instante hacia la memoria USB sobre la mesa. 

El poder, condensado en un objeto tan frío como sus ambiciones.

Se gira ligeramente, como para reorientarse, luego murmura:

— ¿Crees que puedes enfrentarte a mí en igualdad de condiciones, Sofía?

Sostengo su mirada, sin desviar la vista.

— No. No lo creo. Estoy segura de que puedo derribarte. Porque cometiste un error.

— ¿Cuál?

Me acerco. Mi aliento roza casi el suyo.

— Me despertaste.

El silencio es cortante como una cuchilla tensada entre nosotros. 

Luego habla, en un tono bajo, helado.

— No me gustan las sorpresas. Especialmente las que vienen de mujeres inteligentes.

— Tendrá que acostumbrarse.

Un rictus se le escapa. Fugaz. 

Pero bajo su máscara, siento la tensión. El desagrado. 

Quizás incluso… un miedo primario, enterrado.

Porque no soy la mujer que capturó. 

Soy la mujer que despertó.

Y esa diferencia, él comienza apenas a medir.

Gira a mi alrededor como una bestia. Siento que me observa, busca las debilidades. Pero ya no estoy huyendo. Estoy de pie, erguida, lista para enfrentarlo.

Regresa frente a mí, muy cerca.

— ¿Crees que me entiendes, Sofía? ¿Crees que ves claro en mis juegos?

— Veo lo suficiente para saber que ya dudas.

Sus mandíbulas se contraen. Ya no es un juego. 

Sabe que acabo de desarmarlo donde pensaba ser intocable.

Extiendo la mano. Mi dedo índice roza la memoria USB. 

No para tomarla. No todavía. 

Para mostrarle que ya no tengo miedo.

— ¿Quieres que firme? 

Pausa. 

— Quizás firme. Pero no para obedecer. No por miedo. Solo para mover mis piezas.

Se acerca de nuevo. Más lentamente. Más peligroso.

— Juegas a un juego cuyas reglas no conoces.

Lo miro a los ojos. 

— Entonces cambie las reglas, Elio. Yo ya estoy cambiando el final.

Y ahí, él entiende.

Nunca será tan simple.

Porque ha despertado a una adversaria. 

Y nunca más volveré a ser su presa.

Porque este juego, ya no es el suyo.

Es el nuestro.

Y tengo la intención de invertir cada regla, una por una, hasta que se pregunte si hubiera sido mejor no elegirme nunca.

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