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Capítulo 6 — La Máscara y la Daga

Sofía

No he cerrado los ojos.

No porque tuviera miedo.

Sino porque todo en mí gritaba.

Mi sangre latía en mis sienes como un tambor de guerra.

Repetía cada palabra. Cada mirada. Cada fisura en su armadura.

Elio me había robado mis referencias, dado vuelta a mis certezas como cartas.

Pero había olvidado una cosa: no estoy hecha para doblarme.

Me quedé allí, sentada en esa silla helada, observando la memoria USB sobre la mesa.

Un pequeño objeto anodino.

Pero sabía lo que representaba.

Una palanca. Una amenaza. Una trampa.

Y tal vez, una salida.

Cuando Elio regresó, el día había amanecido, pálido y silencioso, como si presintiera el caos que venía.

Llevaba un traje impecable, pero sus ojos…

Sus ojos parecían más oscuros que antes.

Cansados, quizás.

O simplemente menos enmascarados.

— No has dormido, dijo él mientras ponía una taza de café frente a mí.

No respondí. Observaba. Cada gesto. Cada inflexión de su voz.

El depredador seguía allí, pero algo había cambiado.

Una precaución.

Una curiosidad peligrosa.

— ¿Qué piensas hacer con eso? preguntó señalando la memoria con un movimiento de mentón.

Me encogí de hombros.

— Depende de usted.

Me miró. Mucho tiempo.

— No eres como los demás.

— Soy peor, Elio. Porque yo te miro de frente.

Un silencio. Doloroso. Denso.

Él retrocedió, se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados.

Por primera vez, vi algo agrietarse en su máscara.

— ¿Crees que esto es un juego? murmuró. ¿Crees que puedes hacer frente a todo esto? ¿A la gente que controlo? ¿A las ramificaciones? ¿Crees que puedes salvar a tus padres solo porque eres valiente?

Me levanté lentamente.

— No creo nada. Sé que puedo prender fuego a tu imperio si no me dejas otra opción.

Él soltó una risa seca. Sin alegría.

— Ni siquiera eres consciente de en qué te has metido.

Me acerqué, puse mi mano sobre la mesa, cerca de la memoria.

— ¿Y tú? ¿No eres consciente de lo que has despertado?

El silencio entre nosotros se había vuelto eléctrico. Tenso como un arco.

Y de repente, cambió de tono. Más bajo. Más… casi íntimo.

— ¿Sabes por qué te elegí, Sofía? ¿Por qué a ti y no a otra?

No respondí.

No tenía ganas.

Pero él continuó.

— Porque no retrocedes. Porque ardes. Incluso cuando finges contenerte.

Se acercó. Demasiado cerca. Sentí su aliento en mi mejilla.

— Y porque quería ver hasta dónde estabas dispuesta a llegar.

Lo miré sin bajar la vista.

— Te voy a sorprender.

Un destello en sus pupilas. ¿Deseo? ¿Incomodidad? ¿Miedo?

Aún no lo sabía.

Pero sabía que esta guerra no sería de armas y gritos.

Sería de silencios. De trampas. De caricias como golpes de daga.

Y había crecido en este caos.

Entonces salí de la habitación.

Sin temblar.

Sin mirar atrás.

---

La villa de Elio era un laberinto de vidrio y piedra.

Demasiado limpia. Demasiado tranquila.

Pero las paredes hablaban.

Y yo aprendía a escucharlas.

En el pasillo, vi una silueta.

Delgada. Elegante.

Una mujer. Cabello negro recogido en un moño, traje gris perla, tacones silenciosos.

Me miró sin emoción.

— Sofía, supongo.

— ¿Usted es?

— Alessia. Abogada. Mano derecha de Elio. Y, por ahora, la que te vigila.

Encantadora.

Me tendió un teléfono.

— Tienes diez minutos. Llama a tus padres. Diles que todo está bien.

Tomé el teléfono. Mis dedos temblaban apenas.

— ¿Y si hacen preguntas?

— Te improvisas. Pero no olvides: si se preocupan demasiado… cambiaremos de método.

Sonrió. Una sonrisa educada. Vacía.

Apreté el auricular entre mis dedos. Marqué el número de mi madre.

Una señal. Dos. Tres.

— ¿Hola?

Su voz. Tan cerca. Tan lejos. Un sollozo me ahogó.

— Mamá… soy yo. Todo está bien.

Silencio. Luego un suspiro corto, angustiado:

— ¡Sofía! ¿Dónde estás? ¿Qué te han hecho? ¡Estamos locos de preocupación! Tu padre…

— Chist. Mamá. Escúchame. Estoy bien. Estoy… a salvo.

Mentira.

— Puedes creerme. Encontraré una solución.

Quería decir más. Pedirles perdón. Prometerles que serían libres.

Pero solo tenía diez minutos.

Y una cámara apuntando a mí.

Entonces colgué.

Y me quedé allí. Paralizada. Una vez más.

Pero esta vez, no era la impotencia.

Era la rabia.

Pura. Total.

Elio creía haberme puesto en una jaula.

No sabía que nací en las sombras.

Y que nunca necesité luz para golpear.

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