Elio
Las horas que siguieron se estiraron como una guillotina suspendida sobre nuestras cabezas. Cada segundo parecía pesado con una amenaza invisible, una prueba silenciosa en la que ninguno de los dos quería ceder. La memoria USB, colocada sobre la mesa entre nosotros, ya no era un simple objeto. Se había convertido en un símbolo, un punto de convergencia donde nuestros destinos se cruzaban y desafiaban.
Sofía seguía sin hablar. Su mutismo no era signo de debilidad, sino, por el contrario, de una resistencia interior que adivinaba sin poder romper. Su mirada era fija, a veces dura, a veces cargada de una ira contenida que se negaba a dejar estallar. Pero sentía que, en el fondo, bajo esa fachada calmada, un fuego rugía, listo para incendiar todo a su alrededor.
La observaba en silencio. Cada gesto, cada respiración era un enigma por descifrar. Ella seguía siendo un muro infranqueable, un baluarte de orgullo y desafío que me fascinaba y me irritaba a la vez. ¿Cómo podía resistirme así? ¿Era locura? ¿O simplemente una fuerza que aún no conocía?
Mis dedos jugaban mecánicamente con la memoria, haciendo girar el objeto entre mis palmas como para sentir mejor su peso. Ese simple trozo de plástico contenía todo lo que había construido, toda mi estrategia, pero también toda mi vulnerabilidad. Una llave capaz de abrir puertas, pero también de cerrar otras para siempre. Simbolizaba la elección. Mi poder. Y su prisión.
El silencio fue finalmente roto por su voz, baja pero impregnada de una determinación feroz.
— ¿Crees que tengo miedo, Elio?
Esa frase hizo vibrar el aire a nuestro alrededor. Era un desafío lanzado a la cara de mi autoridad, un golpe directo a mi orgullo.
Me enderecé, incapaz de ocultar el interés mezclado con una pizca de admiración que le sentía a pesar de mí mismo.
— El miedo, Sofía, es el primer palanca del poder. Sin él, no eres más que una pieza en el tablero, vulnerable y aislada.
Ella encogió los hombros, como si lo que decía no tuviera ningún efecto sobre ella.
— Quizás. Pero aún no he decidido perder.
Un escalofrío me recorrió. Eso era lo que la hacía tan singular, tan peligrosa: esa obstinada negativa a someterse a la fatalidad que había escrito para ella. Esa energía cruda, esa rabia silenciosa, esa fuerza que la mantenía de pie a pesar de todo.
Me levanté, dirigiéndome hacia la ventana que daba a la ciudad. Allí, bajo la noche estrellada, las luces brillaban como destellos de esperanza o advertencias mudas. Este reino que había construido, hecho de control y secretos, parecía de repente frágil frente a la tormenta que ella encarnaba.
Sentía su mirada, pesada, ardiente, atravesando mi espalda. Como una hoja invisible que intentaba desgarrar mis armaduras.
— Tienes una elección, Sofía.
Me volví hacia ella, sopesando cada palabra como una amenaza y una promesa mezcladas.
— Puedes ceder. Firmar. Unirte a mí y aprovechar lo que puedo ofrecerte.
Hice una pausa, dejando que el peso de la alternativa pesara entre nosotros.
— O puedes rechazar, entrar en un juego cuyas reglas y consecuencias ignoras.
Dejé caer la memoria sobre la mesa con un ruido seco, un golpe final.
— Pero en ese caso, prepárate para perderlo todo.
Su silencio fue pesado, cargado de una lucha interna que adivinaba intensa. Luego, con un susurro casi inaudible, soltó:
— Entonces, hagamos que sea un juego.
Una sonrisa amarga nació en la comisura de mis labios. La verdadera batalla apenas comenzaba, y esta mujer, este enigma, acababa de lanzarse a la arena con una fuerza que casi me desarmaba.
Sabía que este duelo de sombras y voluntades iba a desgarrarnos, a cambiarnos, a empujarnos a nuestros extremos. La frontera entre amo y cautiva se difuminaría, se redibujaría bajo nuestros golpes, nuestras elecciones, nuestros silencios.
Ella me miraba, desafiando al mundo, desafiando mi imperio, y por primera vez en mucho tiempo, sentí esa extraña alquimia de excitación y aprensión. Sofía ya no era una pieza anónima. Era una tormenta, una fuerza bruta, un enigma que me empujaba a reinventar mis propios límites.
Me acerqué lentamente, mis pasos medidos por la tensión palpable entre nosotros.
— Esta noche, Sofía, ya no eres esa simple contadora anónima. Eres la clave de todo. La clave de mis secretos, de mis fallas, de mis ambiciones. Y estoy decidido a hacerte entender lo que eso significa.
Ella no flaqueó. Su mirada se mantuvo firme, penetrante, desafiando.
— Entonces, muéstrame, Elio. Muéstrame quién eres realmente.
Tomé una profunda respiración y, con un calma calculada, añadí:
— Sabes, Sofía, nunca he tenido que atacar directamente a alguien como tú para doblegar a los que se interponen en mi camino. Tus padres, por ejemplo. Han sido mucho más frágiles que tú.
Ella frunció el ceño, sorprendida, pero no dejé que nada se notara.
— Ya he borrado sus cuentas, cortado sus accesos, amenazado sus intereses. Su reputación, su futuro, todo está ahora en mis manos. Una simple palabra de ti, y puedo destruir todo lo que han construido.
Clavé mis ojos en los suyos, pesados de amenaza silenciosa.
— Lo que deseas proteger, lo que piensas que está fuera de tu alcance, en realidad está suspendido de un hilo que sostengo firmemente. Así que elige bien, Sofía.
Un silencio glacial se instaló. Sentía su mente girar a toda velocidad, sopesando cada posibilidad, cada riesgo.
Finalmente, murmuró, apenas audible:
— Estás dispuesto a todo... incluso a aplastarlos para romperme.
Sonreí, frío.
— Eso es el poder. La capacidad de golpear donde duele, de explotar las fallas que nadie ve.
Sofía apartó la mirada un instante, pero su voz se mantuvo firme.
— No me harás ceder tan fácilmente. No sabes con quién te estás enfrentando.
Me acerqué aún más, reduciendo el espacio entre nosotros, sintiendo su respiración entrecortada, su corazón latiendo con fuerza.
— Esta noche, Sofía, estás en el centro de mi mundo. Y ese mundo es una trampa. ¿Sabrás escapar de ella?
Ella levantó la cabeza, desafiando la oscuridad y mi amenaza.
— Entonces, demuéstralo, Elio. Muéstrame quién eres realmente. Muéstrame hasta dónde estás dispuesto a llegar.
Dejé que un silencio pesado flotara entre nosotros, cargado de promesas peligrosas.
— Este juego apenas comienza.
Y en esa noche donde cada sombra parecía tensarse, donde cada aliento llevaba el peso de una guerra silenciosa, estábamos solos, maestros del caos.