SOFÍA
El taxi frena frente a la casa.
Permanezco inmóvil en el asiento, la mirada perdida en el vacío, el corazón apretado por un dolor sordo que constriñe mi caja torácica como un puño invisible.
Estoy en otro lugar, muy lejos de este umbral que debería cruzar, pero que temo más que a nada.
Tres días.
Tres días que hemos pasado juntos,
y sin embargo, más distantes que nunca.
Tres días de esta luna de miel que no se parece a nada más que a una tregua frágil, a una pausa forzada en una lucha que aún no sabemos cómo enfrentar.
Tres días girando en torno a él, evitando sus ojos, huyendo de ese fuego salvaje que ardió en el vapor de la ducha, negando este deseo ardiente y esta ira silenciosa que arde bajo la superficie helada de nuestra relación.
Respiro profundamente, como intentando apaciguar este fuego interior, pero el aire me quema la garganta, me aprieta el pecho, me recuerda que nada será simple, que no podré huir indefinidamente.
Finalmente salgo del taxi, cada paso resuena en mi