ELIO
Siento su mirada posada sobre mí, pesada como una acusación muda, cargada de todo lo que no hemos sabido decir.
Ella está allí, frágil, ardiente, esa mujer que vislumbré en un momento de debilidad, aquella que quizás aún quisiera creer en algo más.
Pero no puedo ofrecerle eso.
No ahora.
No aquí.
— Sofía, digo con una voz baja, casi ahogada, tengo trabajo atrasado. Debo salir.
Ella no responde.
No se mueve.
Veo sus ojos ahogarse en un océano de silencio, ese silencio que me rompe, que me duele.
Pero debo ser firme.
El tiempo de la dulzura ha terminado.
Debo volver a ser quien ella conoce, quien manda, quien impone, quien nunca se deja tocar.
Le doy la espalda, evitando su mirada suplicante.
La dejo sola con sus silencios, sus dudas, sus heridas que no sabría curar.
Detrás de la puerta del vestidor, me encierro como en una prisión.
Me miro en el espejo, y siento esta piel frágil, esta vulnerabilidad que me devora.
Entonces, la quito, la abandono, para ponerme la armadura helada, el