Sofía
La luz del día me quemó los ojos.
No sabía cuánto tiempo había estado allí, en esa habitación demasiado oscura, en ese sillón demasiado cómodo para una prisionera. Pero este despertar brutal me recordó que seguía cautiva. Siempre atada.
Mis muñecas adoloridas protestaron contra las ataduras de cuero. Intenté moverme, lentamente, con cuidado, sin alertar una presencia invisible.
No había nada.
Solo el silencio.
El silencio de más.
Respiré lentamente, en pequeñas bocanadas, tratando de calmar la panique que me subía al cerebro. Mi mente giraba a toda velocidad.
¿Por qué yo?
¿Por qué ahora?
Y sobre todo, ¿por qué él?
Elio Moretti no era el tipo de hombre que se molestara con una simple contable.
Nunca se ensuciaba las manos.
Tenía hombres para eso. Cientos.
Entonces, ¿por qué esta puesta en escena? ¿Esta invitación siniestra?
Un destello atravesó mi mente, nítido y cruel.
La promesa velada en su aliento contra mi piel: prometida.
Esa palabra resonaba como una amenaza, una profecía que me negaba a escuchar.
Cerré los ojos.
Para ahuyentar la imagen de su sonrisa, glacial y carnívora.
Para sofocar ese escalofrío perverso que me había recorrido cuando había rozado mi cuello.
Para ignorar ese deseo culpable que me había invadido a pesar de mí.
No era ingenua.
Sabía lo que esa palabra significaba en ese mundo.
No era una mujer libre.
Era un peón.
Un juguete peligroso.
Una presa.
Un murmullo se elevó en el silencio.
No un sonido humano. No.
El zumbido mecánico de un teléfono.
Un teléfono móvil.
El suyo, probablemente.
Vibró sobre una mesa lisa, cerca de la puerta.
No pude evitar extender la mano, atraída como una mariposa por la luz.
Una mirada a la cerradura.
Una mano que tiembla.
Luego la decisión: agarrar el teléfono.
El mensaje apareció en la pantalla:
"Necesita firmar. Antes de esta noche."
No tenía idea de lo que eso significaba.
¿Firmar qué?
Pero una cosa estaba clara: el tiempo jugaba en mi contra.
Volví a colocar el teléfono, consciente de que esta acción podría provocar mi perdición.
Y, sin embargo, sentía nacer una ira fría, un rechazo a dejarme romper.
No quería convertirme en otra víctima.
No delante de él.
No delante de Elio Moretti.
Los minutos pasaron, largos, interminables.
Cada ruido resonaba como una alerta.
Cada sombra tomaba la forma de un enemigo.
Luego, la puerta se abrió sin un sonido.
Elio entró, sin una sonrisa.
Su mirada era dura, implacable.
Un juicio.
— Tienes una hora, Sofía.
Una hora para entender lo que vas a perder si te niegas.
Le levanté una ceja.
— ¿De qué tiene miedo, exactamente?
Mi voz era firme, más dura de lo que hubiera creído.
Se acercó, sin responder.
Su mano tomó la memoria USB, la giró lentamente entre sus dedos.
— Esta clave vale más que tu vida.
Y, sin embargo, es tu única oportunidad.
Lo miré a los ojos.
— ¿Por qué mantenerme viva, entonces?
— Porque eres rara.
Porque tienes agallas.
Y porque, a pesar de ti, me vas a servir.
Se rió, una risa seca, sin alegría, como si lo que acababa de decir lo agotara tanto como a mí.
Retrocedió, ocupando su lugar en su sillón.
— En una hora, estarás atada a mí.
Y no es una pregunta.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna.
Este mundo… esta trampa… era más profundo de lo que imaginaba.
Debía jugar.
Debía ganar.
O morir.
Una hora.
Una hora para firmar un contrato que sellaría mi vida.
Una hora para aceptar una prisión dorada.
Una hora para perder lo que me quedaba de libertad.
Pero me negaba.
Negarse era arriesgar su ira. Su venganza. Su violencia.
Pero aceptar, era morir lentamente.
Entonces tomé una decisión clara, firme, como un puñetazo en mi destino:
No firmaré.
Unos momentos después, Elio volvió.
Su mirada había cambiado.
Una mezcla de diversión, impaciencia… y tal vez de una rara forma de respeto.
— Eres tenaz.
Sonrió, por fin.
Una sonrisa cruel, carnívora.
— Te niegas a ser una marioneta.
Y eso me gusta.
Sentí mis mejillas arder. No de vergüenza.
De desafío.
De orgullo.
— No voy a firmar nada.
No por usted.
No por ellos.
Soy libre. O lucharé por seguir siéndolo.
Un silencio pesado cayó entre nosotros.
Luego se levantó, lentamente, para acercarse a mí.
— Entonces vas a entender lo que eso significa,
dijo en un tono bajo, amenazante, casi un murmullo:
Negarse es elegir la guerra.
Sentí que el miedo quería tomar el control.
Pero lo aplasté con un suspiro profundo.
Porque a veces, el silencio de más es el preludio de la tormenta.
Y yo… estaba lista para provocarla.
El peso de la situación aplastaba la habitación, como una losa de plomo que comprimía mis pensamientos.
Me enderecé en ese sillón que de repente me parecía una jaula. Una jaula invisible, pero indudablemente real.
Había atravesado días oscuros, pero nunca antes había sentido el mundo inclinarse tan violentamente contra mí.
Elio Moretti no era solo un hombre. Era un imperio. Un monstruo frío y calculador, capaz de aplastar todo lo que se interpusiera en su camino.
Y, sin embargo, allí, frente a él, una chispa ardía en mí. Un fuego que no podía ni apagar ni ignorar.
Tomé una respiración profunda.
Me negaba a ser la que se somete. La que flaquea. La que desaparece.
Sería una tormenta. Una prueba. Un huracán impredecible.
Elio me observaba, escudriñando cada matiz de mi determinación.
En sus ojos, vi la pregunta muda:
¿Hasta dónde llegarás, Sofía?
Y yo, sin dudar, respondí, por dentro:
Hasta el final.
El tiempo avanzaba, inexorable.
Pero ya no era una cautiva.
Era una combatiente.
Una hora para cambiarlo todo.
El silencio se estiró aún más, espeso y amenazante.
El tic-tac de un reloj distante resonaba en mi cabeza, como un macabro conteo regresivo.
Me levanté, el corazón latiendo, las cadenas en las muñecas un peso tangible, un cruel recordatorio de mi realidad.
Sentí la mirada de Elio arder sobre mi piel.
Pero esta vez, ya no era el miedo lo que guiaba mis movimientos.
Era la rabia. La revuelta.
Me giré hacia él, erguida, orgullosa.
— No tengo miedo de la guerra, Elio.
— Y deberías.
Su sonrisa se partió en una sombra helada.
Pero esa noche, en esta habitación cerrada, algo había cambiado.
Ya no era él quien tenía el control.
Era yo.
No sabía aún cómo iba a ganar.
Pero una cosa era cierta: no sería la próxima en caer.