Sofía
Permanezco tendida, inmóvil, mis dedos aún crispados sobre las sábanas. Cada respiración me quema y me alivia a la vez. Mi cuerpo tiembla de una fatiga suave pero profunda, como si cada fibra hubiera sido retorcida por el fuego que acabamos de atravesar. El mundo a nuestro alrededor ya no existe, o tal vez siempre ha estado reducido a este momento preciso: nosotros, el calor persistente, la respiración entrecortada y este silencio que envuelve todo.
Cierro los ojos, y siento el escalofrío de la fatiga mezclarse con el vértigo del placer. Mis músculos se relajan por olas sucesivas, y cada onda de relajación parece llevarme más lejos, a un espacio íntimo y suspendido, donde nada importa excepto esta respiración compartida. Todo mi cuerpo tiembla aún, pero ya no tengo miedo. Me permito ceder, por fin, a esta calma tras la tormenta.
Mi mente flota entre la conciencia y el olvido, cada latido del corazón resuena como una reverberación del fuego que hemos creado. Siento que mis pierna