Sofía
La habitación parece vibrar con un eco invisible. Las cortinas apenas se agitan, pero cada movimiento de aire lleva el calor de la noche. El olor del hierro y de la piel flota, acre y embriagador, como un perfume de brasas que no se apaga.
Permanezco inmóvil, el corazón golpeando un ritmo desordenado. La lámpara en la esquina de la pared emite una luz temblorosa, dibujando en el parquet sombras que se alargan y se pliegan, como animales agazapados, listos para saltar.
Elio está sentado al borde de la cama. Su silueta se recorta en la luz titubeante: hombros anchos, espalda encorvada, nuca brillante de sudor. Su respiración grave llena la habitación, una onda lenta que roza mi piel en cada latido. Podría creer que está durmiendo, pero sus manos abiertas sobre sus muslos están tensas, los dedos ligeramente crispados.
Me incorporo con cuidado. Las sábanas arrugadas se deslizan a lo largo de mi piel, y este simple contacto desencadena un escalofrío que me atraviesa como un rayo. Sie