El amanecer sobre la fortaleza Roja tenía un aire distinto. No era la serenidad del descanso, ni el júbilo de los días de victoria; era un silencio denso, expectante, como si las piedras mismas supieran que algo estaba a punto de desatarse.
Serena yacía en la habitación principal, rodeada por el tenue resplandor que se filtraba a través de las cortinas carmesí. El médico de confianza de Mikhail había pasado toda la noche revisándola, monitoreando cada signo vital, cada respiración, cada leve movimiento. Su rostro, normalmente sereno y orgulloso, se hallaba pálido, y sus ojos verdes se abrían con lentitud, cargados de cansancio.
Dante, sentado junto a la cama, le sostenía la mano sin apartar la mirada de ella. Desde hacía horas no hablaba; solo la observaba con un tipo de amor que se mezclaba con miedo. Su mundo entero se reducía al leve subir y bajar del pecho de Serena, a la confirmación de que tanto ella como el pequeño que llevaba dentro aún seguían allí, aferrados a la vida.
—Está