El amanecer llegó teñido de un rojo violento, como si el mismo cielo presintiera la sangre que se derramaría ese día. Desde la colina donde se extendía el complejo de operaciones, Dante observaba el horizonte con los brazos cruzados y el rostro endurecido. A su lado, Mikhail revisaba los planos digitales sobre la mesa de mando, mientras Serena —pálida, pero firme— daba las últimas órdenes a su equipo de comunicaciones.
Había silencio, un silencio espeso, el último aliento antes de la tormenta.
La Operación Fénix, la ofensiva que lo cambiaría todo, estaba por comenzar.
—Las rutas secundarias están despejadas —informó Iván, mirando las pantallas donde los drones proyectaban imágenes en tiempo real—. Las unidades de ataque están en posición, esperando tu orden, Dante.
Dante no respondió enseguida. Sus ojos seguían fijos en la línea del horizonte, donde el sol comenzaba a incendiar el cielo.
—Hoy no habrá retorno —dijo finalmente, su voz baja pero cargada de una intensidad que heló a todo