El amanecer se filtraba apenas por los ventanales altos de la fortaleza, dejando ver las motas de polvo dorado que flotaban en el aire frío. La residencia estaba silenciosa, aunque el corazón de su operación no descansaba nunca. Guardias patrullaban los pasillos, los generadores rugían en las cámaras subterráneas y, en el ala norte, la mente que mantenía todo ese imperio en movimiento ya estaba despierta.
Serena, con el cabello suelto y un chal oscuro cubriéndole los hombros, observaba los planos extendidos sobre la mesa de conferencias. Había pasado la noche revisando rutas, estudiando las posiciones de los aliados, confirmando movimientos de las operaciones conjuntas con La Roja. Su rostro estaba pálido, con ojeras profundas, pero sus ojos verdes brillaban con una determinación inquebrantable.
A su lado, Dante la observaba en silencio. Tenía el ceño fruncido y la mandíbula tensa. —Deberías descansar —murmuró, por quinta vez esa mañana.
—No puedo —respondió ella sin levantar la mirad