La luna apenas era una cicatriz en el cielo cuando la fortaleza, todavía tibia por las celebraciones, empezó a dormitar. Las antorchas lanzaban sombras largas sobre la piedra; la mayoría de los hombres estaban en los barracones, los líderes reunidos en pequeños grupos, y la música quedaba lejana, amortiguada por las murallas.
En la ala este, la habitación donde Ekaterina había dejado a los mellizos esa tarde estaba vigilada por dos guardias veteranos y una cámara. Los niños dormían envueltos en mantas; sus respiraciones pequeñas eran pequeños golpes que tranquilizaban el corazón de su madre. Serguei había ordenado un perímetro, y se jactaba de haber eliminado cualquier punto ciego. Nadie, dijo, entraría sin ser visto.
A las sombras, sin embargo, la seguridad parecía un espejismo.
A las dos de la madrugada, en la linde del bosque que rodeaba la fortaleza, un grupo de hombres encapuchados se movía con profesionalidad. Traían mochilas pequeñas, ganchos, y dispositivos que lanzaban una es