La noche había dejado su cicatriz. El intento de secuestro todavía se sentía como humo en los pulmones de todos. Ekaterina no se separaba de los mellizos ni por un instante, y los pasillos de la fortaleza eran un hervidero de hombres armados, de órdenes secas y de silencios tensos.
Dante no dormía. Llevaba horas de pie en la sala de guerra, con un mapa extendido sobre la mesa, el cigarrillo apagado en los labios y el teléfono satelital en una mano. El nombre que habían encontrado en el cuerpo del encapuchado aún pesaba en el aire: Vincenzo.
—Ese perro sabe demasiado —dijo con voz baja, áspera, como si cada palabra fuera una bala—. No es un simple mercenario. Es el hilo que lleva directo a Corrado.
Mikhail, sentado al otro lado, tenía los ojos inyectados de furia.
—No me importa lo que sea. Ese hombre intentó llevarse a mis sobrinos. Yo quiero arrancarle la piel pedazo por pedazo.
Serena, más fría, apoyó las manos sobre el mapa.
—Si Vincenzo trabajó para Corrado, alguien le dio informa