La mansión de Salvatore se alzaba en completo silencio cuando empujó las puertas de su habitación. Afuera, la ciudad rugía con el eco de sirenas y disparos lejanos, pero dentro de esas paredes reinaba un contraste sofocante: la calma de un depredador que regresa a su guarida.
Lo que no esperaba era encontrarla allí.
Isabella lo aguardaba sentada sobre el mueble de caoba frente a su cama, con las piernas cruzadas y un vestido rojo que parecía haber sido creado para incendiar su mirada. La tela abrazaba cada curva, dejando poco a la imaginación. Sus labios pintados del mismo tono que su atuendo se curvaron en una sonrisa peligrosa.
—¿Qué demonios haces aquí? —gruñó Salvatore, cerrando la puerta tras de sí con un golpe.
—Pensé que tenía que venir a recordarte algo —contestó ella con voz suave, pero afilada—. Que me prometiste que sería la reina de la mafia… y estoy aquí para que cumplas tu palabra.
Salvatore la observó en silencio unos segundos. Era hermosa, sí. Provocadora, también. Per