El búnker parecía respirar un aire distinto desde que los hombres leales del padre de Serena habían llegado. Aunque el lugar estaba más lleno que nunca, la tensión no había disminuido: cada rincón vibraba con planes, estrategias y silencios cargados de sospechas.
En el búnker…
Serena observaba cómo Dante ajustaba los vendajes de sus muñecas antes de empezar una sesión de entrenamiento. La sala, ahora convertida en gimnasio improvisado, estaba en penumbras, iluminada apenas por unas luces amarillentas que parecían darle a todo un aire clandestino.
—¿Lista? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Siempre —respondió ella, con esa seguridad que escondía su vulnerabilidad.
Empezaron con movimientos rápidos, puños y bloqueos, pero cada choque de sus cuerpos añadía un calor distinto, uno que no tenía nada que ver con el combate. Dante la empujó contra la pared, sujetándola por la muñeca, y ella lo miró desafiante, con el pecho agitado.
—No te contengas conmigo —susurró Serena.
—¿Quién dijo que