La tarde cayó sobre la fortaleza, bañando los pasillos con un resplandor dorado. Serena salió de su habitación con una sonrisa tímida, seguida por dos mujeres de servicio que sostenían con cuidado una enorme caja blanca. Dentro reposaba el vestido de novia que tanto había esperado.

Todos los hombres estaban reunidos en el salón principal cuando ella pidió que cerraran los ojos. Con un gesto, las sirvientas desplegaron la tela y ayudaron a Serena a colocárselo. Minutos después, la joven apareció en el marco de la puerta.

El silencio fue absoluto.

El vestido era una obra de arte: bordados rojos recorrían la seda blanca como si fueran hilos de fuego, mientras pequeñas piedras preciosas verdes brillaban con cada movimiento, reflejando la intensidad de los ojos de Serena. La cola se extendía varios metros, y el corpiño abrazaba su figura con delicadeza, realzando cada detalle de su porte.

Dante fue el primero en reaccionar, acercándose con la respiración contenida.

—Amore mio… —susurró, to