El gran comedor de la fortaleza había sido transformado en cuestión de horas. La mesa larga estaba cubierta por un mantel de lino blanco, velas altas iluminaban el espacio con un resplandor cálido, y platos de porcelana fina esperaban frente a cada asiento. El aroma de la cena recién preparada llenaba el aire: carnes al horno, pasta artesanal, quesos madurados y botellas de vino reposaban a lo largo de la mesa.
Serena, de pie junto a Dante, observaba cada detalle con satisfacción. Había ordenado que todo estuviera perfecto para sus invitados. Cuando Mikhail, Anastasia, Ekaterina, Dimitri y los mellizos entraron acompañados de Leone y los demás, la mesa pareció cobrar vida.
—Benvenuti —dijo Serena con una sonrisa, levantando su copa de vino—. Esta noche no somos mafias, no somos clanes… somos familia.
Todos levantaron sus copas, y el tintinear de los cristales resonó en la sala.
—¡A la familia! —repitieron varios al unísono.
Las primeras horas fueron ligeras. Ekaterina contaba anécdot