La fortaleza de piedra se encontraba en silencio, un silencio extraño para un lugar acostumbrado al bullicio de soldados, a las órdenes de seguridad y a los pasos incesantes de sirvientes preparando banquetes y reuniones. Esa noche, sin embargo, cada rincón respiraba expectación. No había disparos ni amenazas inmediatas, pero todos sabían que algo trascendental estaba a punto de suceder: Anastasia Volkova, la esposa de Mikhail, estaba dando a luz.
En una de las habitaciones más amplias, acondicionada como sala de parto improvisada, la respiración entrecortada de Anastasia rompía la calma. Sus manos se aferraban con fuerza a las sábanas, el sudor perlaba su frente y su cabello oscuro se pegaba a su rostro. Serena, con el vestido rojo ya reemplazado por algo más sencillo para poder moverse con libertad, estaba a su lado, sosteniéndole la mano con firmeza.
—Respira… tranquila, Anastasia, estás fuerte, puedes hacerlo —susurraba Serena, con esa calma que no siempre sentía, pero que transmi