Bajo la luz tenue de las velas, Anastasia Volkova reposaba exhausta después de horas de labor. El eco de su respiración entrecortada aún llenaba la habitación, acompañada por los susurros de las mujeres que habían asistido el parto. Afuera, el aire de la madrugada cargaba una tensión densa; todos en la fortaleza sabían que lo que acababa de ocurrir cambiaría la historia.
Un llanto rompió el silencio. Agudo, fuerte, lleno de vida. Era el grito del hijo de Mikhail Volkhov y Anastasia, el nuevo heredero de La Roja. La partera lo levantó, envuelto en un paño rojo bordado con el escudo de la familia, y se lo entregó a su madre. Anastasia, con lágrimas de cansancio y felicidad, acarició el rostro del niño mientras su sonrisa se mezclaba con el brillo húmedo de sus ojos.
—Mira, Mikhail… —susurró ella—. Nuestro hijo.
Mikhail se acercó con pasos pesados, como si temiera quebrar aquel instante con un movimiento brusco. El gigante de semblante imponente se inclinó, y por primera vez en mucho tie