La noche había caído sobre la Fortaleza como un manto de acero y ceniza. Afuera, los muros de piedra antigua parecían respirar con el mismo pulso que sus habitantes: un latido lento, contenido, como el de una bestia que aguarda el momento de lanzarse sobre su presa. Nadie dormía. No después de lo ocurrido. No después de que Serena hubiese caído al suelo, su cuerpo estremecido entre manos desesperadas, mientras la vida dentro de ella pendía de un hilo invisible.
Dante permanecía de pie en el balcón de su habitación, el viento golpeando su rostro. El cigarro se consumía entre sus dedos sin que lo notara. Las luces del amanecer todavía no despuntaban, pero en el horizonte, las torres de vigilancia brillaban con el resplandor rojo de las alarmas internas. Habían cerrado cada salida, activado cada protocolo. Nadie entraba ni salía sin pasar por tres filtros de seguridad.
Mikhail había tomado el control logístico de toda la operación. Sergey y los gemelos, Miko e Iván, recorrían los pasillo