La noche apenas se había asentado en la ciudad cuando las noticias de lo ocurrido llegaron a los oídos de Corrado y Salvatore. No tardaron en reunirse en una lujosa mansión de Lombardía, un lugar neutral, alejado de los ojos de sus hombres más débiles. Allí, los dos hermanos de traición se enfrentaron entre sí con el veneno del resentimiento.
—¡No puedo creerlo! —bramó Corrado, golpeando la mesa de caoba con tanta fuerza que una copa de vino cayó al suelo, derramando un rojo espeso como sangre—. ¡Serena recuperó lo que robé con mis propias manos! ¿Cómo demonios lo permitió tu incompetencia?
Salvatore, más frío, con su eterno cigarro entre los labios, soltó una carcajada sin alegría.
—¿Mi incompetencia? No te equivoques, Corrado. Dante me quitó rutas y me quemó un almacén, sí, pero tú fuiste el imbécil que subestimó a esa chiquilla. Y ahora míralo: La Roja la respalda.
Corrado lo fulminó con la mirada.
—No vuelvas a llamarla así. No es una chiquilla, es una víbora con el veneno de Alex