La mañana cayó sobre la fortaleza como un manto frío y pesado. No era una jornada común: no había música, ni brindis, ni risas recorriendo los corredores. Lo que se respiraba era un aire de guerra, de cuentas pendientes, de justicia que había esperado demasiado tiempo para hacerse presente.
Serena se vistió con un traje negro de corte militar, los bordes bordados en hilo rojo. Su cabello rojizo caía suelto sobre sus hombros, y en sus ojos verdes se reflejaba la llama de la decisión. Al entrar en el salón principal, los hombres de La Roja se pusieron de pie de inmediato. Sobre la mesa había mapas, contratos viejos y carpetas selladas con el nombre de Alexander, su padre.
—Hoy no se trata de mí —dijo Serena con voz firme—. Se trata de lo que nos fue robado, de la memoria de mi padre y de la injusticia que Corrado se atrevió a cometer contra nuestra sangre.
Ekaterina, la hermana de Mikhail, se adelantó con un gesto de apoyo.
—Hermana, esos terrenos volverán a tus manos. No por gracia de