El amanecer no llegó con calma. En el búnker, el ruido metálico de armas ajustándose, botas golpeando el concreto y voces secas de órdenes sustituyó cualquier posibilidad de descanso. Los hombres habían dormido pocas horas, pero la adrenalina seguía en sus venas. Sabían que si querían sobrevivir, el cuerpo debía endurecerse más que el acero.
Mikko fue el primero en reunirlos en la sala amplia que servía como área de entrenamiento. Su voz retumbó como un látigo:
—¡De pie, carajo! ¡Hoy nadie se queda atrás!
Los hombres se alinearon, algunos todavía con la mirada cargada de cansancio, otros tensando los músculos con el fervor de quienes quieren probarse dignos. Iván se colocó al otro extremo, observando con la fría atención de un depredador.
Y en el centro apareció Dante. Camiseta negra ajustada, mirada implacable, pasos firmes. La presencia del líder hizo que hasta el más escéptico se enderezara.
—Anoche celebramos —dijo con voz grave—. Hoy recordamos que esta guerra no da segundas opor