El convoy avanzaba como una sombra afilada a través de la carretera desierta, devorando kilómetros bajo un cielo ennegrecido que presagiaba tormenta. No había radios encendidas, ni conversaciones, ni siquiera respiraciones profundas. Solo motores contenidos, latidos tensos, adrenalina en forma de acero líquido corriendo por las venas de cada uno de ellos.
Las luces estaban apagadas. Los asientos, reforzados. Las armas, listas.
Todo estaba en marcha.
El final de Lorenzo comenzaba esa misma noche.
Dante iba sentado al frente del blindado principal, con la mirada fija en la carretera estrecha que los guiaba hacia los riscos. La oscuridad no lo intimidaba; en realidad, le daba una sensación de claridad brutal. La mente se le afilaba cuando se acercaba a un objetivo, como si el mundo entero se replegara para dejarle paso.
A su derecha, Sergey revisaba por décima vez la señal de los drones.
—La topografía encaja. No hay señales térmicas fuera de lo esperado —murmuró con voz baja.
Dante asin