Ramiro condujo el resto del trayecto en una niebla mental. La orquesta de cláxones se desvaneció, reemplazada por el eco persistente del silencio de Aura. Cada detalle de su aparición—el ligero bronceado, la caída de su cabello, la gracia soberana de su paso—se reproducía en un bucle implacable detrás de sus párpados.
Llegó al restaurante con diez minutos de retraso, algo inusual en él. Estacionó el auto de forma mecánica y entró en el local, sintiendo el peso de su propia inercia.
El entrenador, Wolfgang Kaiser, lo esperaba en una mesa discreta. Kaiser notó de inmediato la anomalía. Ramiro, que siempre era un manojo de tensión controlada antes de un partido crucial, parecía ahora un manojo de tensión descontrolada.
—Llegas tarde, Ramiro, —dijo Kaiser sin preámbulos, su voz grave y con un ligero acento. No era una pregunta, era una constatación cortante.
—Lo siento, Wolfgang. Tráfico —mintió, sentándose frente a él. La excusa se sintió hueca incluso para él.
Kaiser lo estudió con una