Vesper abandonó el escenario empapado, con la espalda recta, negándose a reconocer el rugido que crecía detrás de ella. Cada paso resonaba en el pasillo de servicio, dejando un rastro de agua y brillo. El calor corporal de la danza se enfrentaba al frío del agua helada y, peor aún, al frío helado de la realidad.
La sensación era una paradoja punzante: la victoria más espectacular de su vida profesional envuelta en la vergüenza más profunda. Había dominado a Ramiro y a toda la escoria del Oráculo, convirtiendo el acto de despojo en un ritual de poder. Pero para conseguir esa victoria, se había despojado de todo, permitiendo que la lujuria y el juicio de otros fueran el telón de fondo de su arte. Era una heroína obligada a luchar en el coliseo de su enemigo, y esa verdad era una herida abierta.
León estaba justo detrás de ella, su presencia silenciosa y protectora. Él no habló; solo observó cómo los músculos tensos de la espalda de Vesper se relajaban sutilmente al entrar en el laberint