Capítulo 42. La Reina encadenada
El mar golpea con la paciencia de un verdugo. Cada oleada es un puñetazo húmedo contra las paredes de concreto. Me bajaron de la barcaza con el mismo cuidado con que se baja una caja frágil: no por mí, por el contenido que creen negociar. Dársena vieja. Galpón tres. El aire aquí huele a óxido, sal y aceite rancio.
Me tiran en una habitación improvisada: cuatro paredes desconchadas, una ventana alta con reja, una puerta metálica con mirilla, un catre de hierro atornillado al piso. No hay cámaras—lo sé por el silencio atento de los guardias—, pero sí cinturones de cuero sujetos al marco del catre, como si la cama fuera una boca cerrada.
—Atadla con cinturón, no con cuerda —alcanzo a escuchar que ordena Salvatore desde el pasillo—. Y nadie entra sin mi voz.
No miro hacia la puerta. No le daré mis ojos. Solo siento cómo me ajustan los cinturones en las muñecas y en los tobillos. El cuero está frío. Duele más por lo que significa que por la presión.
Se van tres. Queda uno. Grande, con barb