El sonido del celular me parece extraño, algo no anda bien. No es un timbre, es la antesala a una noticia nada buena. Enzo lo toma, mira la pantalla y alza la vista hacia mí. No dice nada, pero ya lo sé: es el chofer.

—Contesta —ordeno.

Enzo responde. Una voz jadeante, rota, se cuela en el altavoz:

—Señor, la señorita…

Un golpe seco. El crujido de algo metálico contra hueso. Un jadeo cortado. Y luego nada. Silencio.

El vaso en mi mano se estrella contra la pared. El vino baja como sangre por la madera. La ira se apodera de mí, todo me da vuelta y me enajena. Vuelco la mesa, los papeles se esparcen como pájaros muertos. El aire se me va en un rugido que no suena a humano. Raffaele retrocede un paso, Enzo no parpadea. Yo siento que me arrancan el pecho con un cuchillo sin filo.

—¡Maldición! —mi voz no me obedece—. ¡Se la llevaron!

Camino por la biblioteca como un animal enjaulado. Golpeo el escritorio, rompo la silla contra la chimenea. Nada está en calma. Soy un monstruo iracundo que n