59. La mano que tira del hilo
Alessia
La fábrica vieja del río huele a hierro mojado y tinta seca. Elegí esta sala porque no hace eco: aquí las palabras caen al piso con su propio peso. Raffaele apagó la mitad de las lámparas y dejó la luz justa para ver sin sentir que nos miran. En la mesa, dos teléfonos: el burner de Alarcón y el de Camassa, recién cargados, obedientes como perros que todavía no entienden al nuevo amo.
—Sala fría —digo—. Sin micrófonos.
Dante asiente. No necesitamos más ceremonias. Tiene una línea roja en la muñeca que late al ritmo de mi pulso. No me la muestra; yo tampoco aparto la vista. Entre nosotros hay un hilo que ya aprendió a tensarse sin romper.
—Luca —llamo.
Entra con los hombros altos y los ojos bajos. Huele a detergente del lavadero y a miedo. Le indico la silla junto a la puerta.
—Escuchas y respiras. Si te pido hablar, hablas. Si no, eres pared.
—Sí, Reina.
Camassa espera frente a mí, pálido, con el traje claro estropeado por la noche. Es uno de esos hombres que aprendieron a orde