Olivia se acercó a mí, sus sollozos y gritos eran tan desgarradores que mi Nana irrumpió en la habitación, alarmada.
—¿Qué pasa? —preguntó, con el rostro lleno de preocupación.
Ninguna de las dos pudo responder. Nana alternaba la mirada entre nosotras, visiblemente inquieta.
—¿Por qué están llorando? —insistió.
La miré, sintiéndome deshecha, como si estuviera atrapada en una realidad paralela. No podía creer lo que había leído. Tenía que ser mentira, pero la caligrafía era inconfundible: era la de mi madre, a quien no veía desde hacía mucho tiempo.
—¡¿Por qué no nos dijiste nada?! —grité, haciendo que Genoveva retrocediera, sorprendida—. ¿Cuánto tiempo llevas mintiéndonos?
Nana no entendía lo que ocurría; su expresión reflejaba una enorme confusión.
—Cariño, ¿de qué hablas? —me preguntó con un tono que, por alguna razón, me irritó profundamente.
Me acerqué a ella y le arrojé la hoja al rostro.
—De la carta de suicidio de mi madre.
Genoveva quedó tan impactada como nosotras. Al leerla,