Habían pasado días, quizás semanas, encerrada en mi habitación. No deseaba salir. Mucho menos verlo. Hablarle era impensable.
Olivia, con su paciencia infinita, continuaba trayendo comida. Pero aquella mañana, al despertar, una tristeza honda me envolvía, pesada, imposible de ignorar. Sin saber por qué, guiada por un impulso que nacía de las sombras de mi alma, me acerqué a la ventana. Desde allí, mi mirada se perdió en la lejanía de la ciudad. A simple vista parecía un lugar ideal, casi perfecto, pero era solo una fachada, un lienzo manchado de odio, tristeza, muerte y egoísmo. Por el contrario, el bosque que se extendía a lo lejos me hablaba de paz, de un refugio inalcanzable.
Una lágrima, solitaria y cansada, recorrió mi rostro. Fue la última que logré derramar. Después de ella, el vacío absoluto. No quedaban más lágrimas en mi interior, solo un silencio desgarrador.
Desvié mi mirada de aquel paisaje, buscando el abismo que me llamaba con su voz seductora. En un acto de valor o qu