Llegamos a la casa de mi padre; la fiesta ya había comenzado. Las luces resplandecían desde las ventanas como si trataran de competir con las estrellas, y las risas y la música se desbordaban al exterior, envolviendo la noche en una atmósfera vibrante. William me abrió la puerta del carruaje con una elegancia impecable, y bajé, sintiendo el peso de las miradas de los asistentes que ya estaban dentro. Entramos juntos, y ahí estaba mi padre, esperándonos en el vestíbulo con su porte dominante.
—Bienvenidos sean a esta gran fiesta. Hoy celebramos el triunfo de nuestros negocios. ¿No es así, William? —dijo, su voz llena de autoridad.
Mi esposo hizo una reverencia exagerada, como si estuviera saludando a un rey, y me tomó del brazo para llevarme al interior. La casa estaba deslumbrante; todos los invitados estaban enmascarados y vestidos con una elegancia que rozaba lo teatral, como si cada uno quisiera destacarse del resto.
De pronto, William apretó mi brazo suavemente.
—¿Podemos bailar?