Toda la noche permanecí acostada, con la vista fija en el techo de mi habitación. La opresión en mi pecho no me dejaba respirar, cada inhalación era un esfuerzo. Finalmente, incapaz de soportarlo más, me levanté de la cama y me acerqué a la puerta. Allí estaba un guardia, en silencio, firme frente a la entrada, observándome. Por su postura, parecía estar cuidándome, aunque su presencia era más una barrera que una protección.
—Quiero ver a la Reina —dije, mi voz temblorosa pero decidida.
—Eso no será posible. Vuelva a la cama.
—¿Por qué no? —respondí, el mal humor comenzando a apoderarse de mí—. Necesito hablar con ella.
—Entienda que está ocupada.
—¡No me interesa lo que esté haciendo! Dije que quiero verla —grité, mi paciencia completamente agotada.
El guardia me miró con duda en sus ojos, la incertidumbre reflejada en su rostro. Finalmente, tras unos segundos de silencio, sacó la llave y abrió la puerta.
—Sígame, por favor.
Sin más, salí de la habitación. En mi camino, me encontré c